A los 13 años ya sabía los que era la paja. Hacía bastante
tiempo que me la cascaba pero todavía eran pajas secas. Llegaba al climax y no
me salía nada. Aquel verano coincidimos en la casa de las sierras con uno de
mis tantos primos, y las charlas sobre sexo eran de todos los días. Yo no
perdía oportunidad de espiarlo cuando se bañaba. El me lleva cuatro años,
entonces en ese momento tenía casi 17. Estaba mucho más desarrollado que yo, tenía
muchos pelos y su poronga era inmensa al lado de la mía. Siempre hablábamos de
la paja, y del dicho al hecho fue cuestión de poco tiempo.
Comenzamos a pajearnos juntos a la siesta, encerrados en la
piecita del fondo. Eran pajas inocentes, porque sólo nos tocábamos mutuamente y
nunca nos atrevimos a más. Pero tengo muy presente la sensación de placer al
agarrar esa pija inmensa para mí, pasar mis dedos entre sus pelos, sopesar esas
bolas peludas, y sentir su mano en mi pijita, enseñándome las técnicas, según
sus dichos, para disfrutar más. El acababa leche de verdad, yo apenas una
especie de juguito blanquecino. Una de esas siestas memorables me pidió que
uniéramos las pijas paradas, uno acostado sobre el otro.
Comenzamos a frotarnos así y yo sentí que esta vez era
diferente, porque a los pocos segundos me vino la sensación imparable como de
hacer pis y se lo dije, pero él me explico que era normal eso y ahí mismo tuve
mi primera acabada con leche de verdad. Aquel verano se nos fue en pajas a toda
hora, y cada vez nos atrevíamos a más, hasta hacernos acabar mutuamente cada uno
con pajeando al otro.
Pasó el verano y ya no nos vimos por mucho tiempo. Nunca más
repetimos esas sesiones de paja maravillosas, pero sé que él tanto como yo
recordamos con cariño aquellos días de descubrimiento y disfrute adolescente.
(Gracias a Gastón que nos envió este relato. A ver si nos mandan los suyos para publicar).
No hay comentarios:
Publicar un comentario